Los Planetas han cerrado este fin de semana con su concierto en el Festival Kutxa Kultur de Bilbao, los festejos de su 20 aniversario. Hace 20 años se publicaba Súper 8 (1994), su primer álbum. Casi nada.
Coincide justamente esta noticia con otro acontecimiento sin duda clave en su carrera: Esta semana he rescatado Los Planetas del fondo del iPod por 10.894ª vez. Ni siquiera sé cómo se pronuncia eso: decamiloptua… bah, no sé, muchas.
Los que me conocen – hola, mamá – saben que no soy de los que vuelven una y otra vez sobre el mismo grupo. Ni siquiera sobre el mismo estilo. La música es casi un estado de ánimo, y uno no se suele pasar el resto de su vida jugando a las canicas, a no ser que sea jugador profesional de canicas, o hipster – ellos las llaman ‘bolos vintage’.
Hasta la música más atemporal y trascendente a los estilos acaba por plastificarse y recogerse en el recuerdo. Cuando vuelve, lo hace despojada de su esencia, como una caricatura de lo que un día fue. Uno la mira con una sonrisilla condescendiente y piensa: «qué tiempos aquellos…» y cosas así.
Sin embargo, yo cojo y vuelvo a estos tíos una y otra vez. Y eso me ha hecho preguntarme: ¿Por qué Los Planetas nunca mueren?
Hace no mucho, leí un artículo muy recomendable en El País que decía que Los Planetas eran «un grupo para una generación». Hijos de una idiosincrasia de su tiempo que les es definitoria, se les considera erróneamente el icono de una época ya extinguida. Y parece que sus seguidores solo pueden ser antiguos usuarios de patillas, que vienen arrastrando los pies desde los 90s de su juventud. O nuevas generaciones de modernos, consumidores del cliché manoseado de una época más pop, más auténtica, más súper guay.
Es curioso cómo la complejidad de la carrera de Los Planetas es algo que suele escapársele hasta al fan más acérrimo. Este suele transitar plácidamente sobre la superficie, ya no de su repertorio, sino de su sonido y la traza que dibuja a lo largo de los años o incluso de los álbumes.
Los Planetas han tejido un sonido propio voluptuoso y abrumador. Proyectado de forma distinta cada vez, con un uso maestro del ritmo y el color. Ya sea con rock contundente y denso como el de Segundo Premio (Una semana en el motor de un autobús, 1998). Con el cinismo festivo de su pop melódico, como en No ardieras (Los Planetas contra la ley de la gravedad, 2004) y en la mítica Pesadilla en el parque de atracciones (Encuentros con entidades, 2002). O, como no, sumergiéndote en sinfonías cósmicas, que progresan a todo pulmón desde caricias heladas hasta grandes explosiones de luz oscura y de emoción.
En una palabra: Toxicosmos (Una semana…, 1998).
Incluso en su último giro al flamenco han conseguido encontrar un lugar único, lleno de melancolía y psicodelia, sin limitarse a flamenquizar Los Planetas. ¿Un ejemplo? Entre las flores del campo (La leyenda del espacio, 2007), por decir uno de tantos…
Podrás imaginarte que no les han faltado críticos entre los ex patillas y los súper guays. Ahora se pasan, los pobres, los conciertos esperando “a que se acabe ese coñazo” y toquen por fin Cumpleaños Total (Una semana…, 1998) y digan “4 millones de rayas” – he sido un poco mordaz aquí, perdona mamá…-
Podrás imaginarte también, si los conoces un poco, lo que les importa a ellos: cero. Los Planetas son un grupo antipático. En sus declaraciones tienden a idiotizar a sus seguidores, a desentenderse de todo, a dejar claro que no son buenos profesionales y que no se casan con nadie. Eso hace más divertido de ver desde fuera al fan de Los Planetas. Y los rodea de un halo de pasotismo y gilipollez que los hace muy atractivos para el oyente independiente, que si ama a Los Planetas, ama su música, y carece de idolatría vulgar.
El mensaje de Los Planetas es brutalmente honesto, es rallante en el infantilismo. Esas letras llenas de rencor, de violencia, de orgulloso patetismo. Es que me atrevería a decir que carecen de sarcasmo. Ellos son desgarradoramente directos, sin metáfora, sin medias palabras; te quieren muerta y ya está. El resultado es tan cómico que es imposible no empatizar.
Y he aquí la universalidad de su historia: su música es universal porque carece de artificio.
Por eso, sin que apenas te des cuenta, construyen con poca cosa frases que de forma inmediata articulan la imaginería colectiva, no de una generación: sino de todo aquel que pase por su lado y haya sufrido, haya experimentado, haya hecho el tonto o amado.
Las palabras de Jota, parecen naíf, y poco sesudas. Y sin embargo, han llenado el espacio vacío entre recuerdos y emociones de frases memorables que lo encierran todo, y pueblan para siempre el silencio.
Los Planetas nunca mueren, porque Los Planetas no necesitan a Los Planetas. Son realmente una idea que aflora espontáneamente en el tiempo y el lugar en donde habitan.
Y su mayor mérito siempre ha sido no reclamarla en propiedad y apartarse a un lado, para dejarla crecer libremente en nuestra dirección.
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